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La mirada de Claudio Pérez

«Le tengo pánico a los vuelos porque tengo miedo de desaparecer”, dice Claudio Pérez, todavía con desasosiego, en su departamento en el centro de Santiago. Su trabajo como fotógrafo comienza con la dictadura, los detenidos desaparecidos y la denuncia de las violaciones a los derechos humanos. En ese contexto surge el proyecto El amor ante el olvido, una serie de fotografías de madres portando las fotos de sus hijos desaparecidos.

Pese al miedo, Claudio se embarcó en cuatro viajes y cuatro internaciones (Arica interior, Iquique interior, Antofagasta interior y Copiapó interior) para fotografiar el Camino del Inca en el desierto de Atacama. El resultado de aquel trabajo es Qhapaq Ñan – Atacama, exposición que, luego de su paso por el GAM, se exhibirá en el Museo Precolombino entre el 22 de junio y el 15 de agosto.

¿Por qué surgió el interés de registrar el Camino del Inca?

El norte es una gran pasión. Siempre he estado física, mental y visualmente atraído por el norte, por el desierto. Es un lugar mágico, un lugar para encontrarse consigo mismo. Además, hoy tengo familia en el norte: mi compadre Mario Mamani Ramos y mi comadre Norma Mamani Mamani me pidieron ser el padrino de su hija Constanza. Ya es una cuestión familiar, y para un fotógrafo que una comunidad indígena te abra las puertas y te quiera, es un honor, yo no tengo más que agradecerles.

Cuando el Qhapaq Ñan se declaró patrimonio de la humanidad yo dije tengo que hacer algo con esto. Presenté un proyecto Fondart para hacer un registro fotográfico documental de estos lugares. El proyecto fue aprobado y duró dos años (2016 y 2017). Como fotógrafo, uno siempre tiene esta cosa del viaje, de lo desconocido, de verlo con los propios ojos y documentarlo, certificar. Con un pequeño clic tú constatas, dejas un documento. Eso es invaluable, en cien años más este registro va a tener otro valor, o en 50 o en 10. Yo soy de la escuela de ir a buscar, indagar, sentir, oler, pisar con los pies, como decía Roland Barthes, dejar un certificado de presencia. Y estaba esta idea de caminar el desierto, toda esta aventura del hombre. No era San Pedro de Atacama con todas las comodidades que hay hoy día. Nosotros recorrimos el despoblado de Atacama, donde no hay pueblo, no hay nada, no hay ni moscas. Nos metimos donde no hay nada ni nadie. Teléfono satelital en una camioneta con muchos repuestos, con mucha bencina, porque si te quedas ahí el próximo habitante lo encuentras a 150 kilómetros. Caminando, te mueres. Era una aventura, una exploración, un viaje a lo desconocido para pensar en lo que el chaski, mensajero de los inca, veía. Los chaskis venían de Cusco hasta el Maule, e iban haciendo postas: cada 25 kms. se cambiaban y se pasaban los quipus donde llevaban las cuentas y los recados. Esta aventura en la selva, en Machu Pichu, era mucho más agradable; los caminos siguen intactos allá porque los siguen usando y porque hay agua, hay selva de altura, frutos. Pero en el desierto de Atacama no hay nada.

¿Qué significó para ti fotografiar desde la mirada del chaski?

Lo más importante es que tenemos tanto que aprender de las otras culturas. Que nosotros, el mundo blanco occidental, no le agradecemos a nada ni a nadie. El viaje, la comunión, el compromiso, como dice mi compadre, la reciprocidad, hoy por ti mañana por mí. Devolver la mano. La cosmovisión andina tiene mucho de eso. Y también ver que están totalmente abandonados. Todo lo que se prometió con el Qhapaq Ñan famoso, de todo lo prometido, no existe nada. ¡Nada! Todos prometieron el cielo y la tierra; de Socoroma hasta Peine, las comunidades tienen el mismo relato. Ellos abrieron las puertas, les dieron información a los arqueólogos, a los geógrafos, a todos los que hicieron la investigación para presentarse por el lado chileno ante la Unesco y que el Qhapaq Ñan fuese declarado patrimonio de la humanidad. Ellos les dieron toda la información, los llevaron donde están los caminos, les mostraron, compartieron, ingenuamente tal vez, con la promesa de que se iban a limpiar los caminos, a hacer un circuito turístico que ellos iban a manejar. Hasta el día de hoy no hay nada. Entonces yo llegaba a las comunidades y me decían pero para qué viene, si los que vinieron ya no vinieron más. Este país sigue la misma política de siempre: el abandono; ellos siguen siendo prometidos y abandonados. Mi deber es trabajar con la memoria de este país y esto hace parte de la memoria de este país y de la humanidad.

¿Cómo se refleja la cosmovisión andina y, al mismo tiempo, la modernidad en tus fotos?

Tiene que ver mucho con el imaginario de uno, con todas las cosas que uno lleva dentro. Pero también creo que está marcado el color, el color da un quiebre, la contemporaneidad, porque hay fotos que parecen antiguas aunque son de este año. Por ejemplo, aparece una tumba rosada, color magenta. Es fantástica, kitsch. Eso es maravilloso para uno, un trabajador visual, uno que ve y con ello interpreta el mundo. Hay también una animita que es un auto. Por otro lado, están ellos bailando arriba de las tumbas en una ceremonia, en el cementerio, porque en cada fiesta ellos van a agradecerles a los antiguos y a estar con ellos, con sus abuelos, tocando, cantando, tomando cerveza, dándole a la Pachamama. Nosotros no hacemos eso.

¿Con qué se encontrará el público en la exposición Qhapaq Ñan – Atacama?

La cosa no es hacer buenas fotos, la cosa es hacer un buen relato. Ahora, si hay buenas fotos y un buen relato, fantástico. Esta exposición se divide en cinco relatos. En el primero, hay retratos que van desde las cejas hasta la mitad de la boca, en un cuadro cerrado. Es la mirada del chaski moderno, el de hoy, los herederos de la mirada de los antiguos. Antiguamente la iglesia católica, más los españoles y los gobernantes chilenos de la época, le cortaban la lengua a los indígenas para que no hablaran sus lenguas y se dijeran cosas. Ese es un poco el simbolismo de estos retratos. Ellos nos miran, nos siguen mirando, nos enfrentan y nos interpelan, a nosotros los blancos occidentales acomodados. En medio de los retratos va a haber unas cartografías aéreas: líneas en el desierto, marcas que tomé desde el avión. En otra pared habrá fotografías panorámicas en blanco y negro, que hablan del camino, la arquitectura y los cerros. Al centro de esta sala junto a mi compadre Mario Mamani que vive en la frontera entre Bolivia e Iquique, vamos a construir una apacheta de un metro y medio de altura. Frente a ella habrá un muro con fotografías del mundo andino: ceremonias, lugares extraños, lugares que por donde uno pasara había cosas locas, modernas, mezcladas con ceremoniales del mundo andino. El sincretismo religioso del mundo andino, esta cosmovisión del lugar. Atrás de ese muro se va a proyectar un documental de 10 minutos sobre la aventura que hicimos al despoblado de Atacama. El relato de esa película se está haciendo en quechua, que es el idioma oficial de los incas, y no va a haber subtítulos en español. Lo vamos a dejar en español escrito en las paredes, para que la gente que quiera saber vaya a leerlo. Esa es la exposición, pero en la parte de arriba va a haber grandes mapas, que son los que el geógrafo de nuestro equipo rayó, y vitrinas que contienen piedrecitas y cosas del mundo andino.

La mirada de Raúl Molina

Raúl Molina, geógrafo y doctor en Antropología, fue parte del equipo de exploradores del desierto, desempeñándose como guía en terreno e intérprete de los caminos. Además, es autor de los dibujos de campo y mapas que serán visibles en la exposición Qhapaq Ñan – Atacama.

¿Cuál fue el principal desafío de recorrer el Qhapaq Ñan?

En el norte, entre Socoroma y Collahuasi, regiones de Arica-Parinacota y de Tarapacá, muchas veces tuvimos que buscar fragmentos del camino inca. Allí, el camino que unía tambo con tambo, estaba borrado por el desuso y/o la acción de las lluvias altiplánicas, el viento y la colonización vegetal. Otras veces, en pequeños tramos, presentaba reutilizaciones coloniales, como caminos troperos y mejoras recientes, no era diáfano su diseño como las descripciones clásicas que se conocen del Qhapaq Ñan. El camino era más difuso y los textos arqueológicos a veces no eran precisos para encontrar algunos tramos, debido a la escala de los mapas de representación. Sin embargo, en el Alto Loa, el Salar de Atacama y el despoblado de Atacama, el camino del inca era observable, la impronta de sus huellas estaba bien marcada y su recorrido fue favorecido por reconocimientos y estudios anteriores realizados por miembros del equipo para casi toda su extensión. Esto permitió llegar hasta sus coordenadas, aunque a veces la geografia y la topografia nos deparaban algunos extravíos o simplemente la luz del sol sobre nuestras cabezas nos escondía el camino, que se apreciaba con hendiduras y bien marcado a horas de la mañana y especialmente al acostarse el sol.

Quizás, el mayor desafío como expedición fotográfica fue recorrer entre Copiapó y Peine, los casi 450 kilómetros del despoblado de Atacama, desierto pleno. Este tramo en su mayor parte lo hicimos acampando en pleno desierto, bien provisionados de agua, abrigo y combustible y acompañados de numerosa cartografía topográfica, que nos permitió adivinar donde estábamos y que rumbos seguir. Estos instrumentos fueron esenciales para las navegaciones, muchas veces adentrados en partes ignotas. El viaje por el camino  del inca en el despoblado de Atacama lo dividimos en dos expediciones: la primera de Copiapó hasta el Tambo Cachiyuyito, al norte de El Salvador, y la segunda desde Tambo Cachiyuyito hasta Peine. Fue entonces cuando nos adentramos al corazón y el estómago del desierto de Atacama, por parajes solitarios y mayormente desconocidos para muchos.

En esta exposición, ¿qué se refleja tanto de su mirada como de la mirada de los chaskis hace cientos de años?

La mirada del chaski y la que vimos, -que Claudio refleja en la fotografía y yo en los dibujos-, quizás no ha variado sustancialmente en la geografía. Allí, el camino inca traza su huella por un paisaje de características muy similares al de la actualidad: el desierto, las pampas y llanos, las laderas de serranías y quebradas telúricas profundas, los relieves geológicos cuyos cambios son imperceptibles para el ojo humano. El inca vio allí una geografía sacralizada, los cerros les sirvieron para la capacocha y las cumbres de los volcanes, para ofrendas. También vio los andenes y el riego funcionando y la mano de obra indígena trabajando en los centros mineros y fundiciones. Organizó el espacio y la mano de obra local o trasladada, en la mita minera, la agricultura y la ganadería. Quizás, donde existió un tambo para reponer las fuerzas y el alimento, hoy vimos tambos modernos como los restaurantes camineros en Zapahuira. Donde el inca estableció centros mineros, hoy vemos grandes tortas de desecho de mineral, como en El Salvador, y donde tuvo grandes producciones de alimentos, vemos zonas rurales despobladas y cultivos abandonados. El Camino Inca se conserva de muy buena manera en tramos largos y distantes, en otros motoniveladoras lo usaron como línea para hacer un camino ancho para empresas mineras. En siglos anteriores quedaron sobre este las huellas anastomosadas de los arreos de animales a las salitreras. Pero también, encontramos tramos prístinos muy bien conservados y casi intactos a lo largo del desierto.

El trabajo fotográfico del camino del inca fue un desafío importante para cada uno de los integrantes del equipo. Claudio buscó la luz de la madrugada, la luz del atardecer, la del medio día y la que proyecta la luna cuando está en el zenit para hacer las fotografías. En mi caso busqué registrar momentos y paisajes con el dibujo y la acuarela, trate de capturar la inmensidad del desierto y el trazado del camino incaico. En la fase final contamos con la valiosa compañía de Mario Mamani, quien compartió la amistad y manejó en complicados caminos de parajes del desierto. Mamani, en los Hitos o Mojones de Vaquillas, realizó la ceremonia final de pago a los cerros y la tierra, agradeciendo la protección y compañía del desierto. Con ella, concluimos el trabajo fotográfico y los registros a lápiz.

Entrevista y foto: Oriana Miranda