Los objetos de oro y plata en la región andina aparecieron por primera vez hace unos 3.000 años, asociados al poder político, a la ostentación social y a las creencias. Aunque su posesión fue privilegio de los sectores sociales más connotados, no lo fue por el valor intrínseco de estos metales, pues la mayoría de ellos no eran de oro o plata sólida, sino más bien dorados o plateados mediante diferentes técnicas. El valor de ellos residió en su apariencia, color y brillo. Su acumulación pudo constituir riqueza, pero su valor fue de índole estrictamente simbólico. Por las crónicas españolas sabemos que los soberanos inkas se consideraban a sí mismos descendientes del sol y la luna, y que el oro era el “sudor del sol” y la plata, “las lágrimas de la luna”. Ambos metales, por lo tanto, fueron emblemas de autoridad, de ahí que los yacimientos de estos metales estuvieran bajo el exclusivo control del imperio. Los españoles quedaron asombrados al ver que en los palacios reales había jardines con plantas, flores y pájaros hecho en oro y plata. El simbolismo asociado a estos metales aún se conserva entre algunos nativos de la región andina, quienes pulen objetos de plata durante los eclipses, momento dramático en el que las almas de los muertos invaden el mundo de los vivos.