La religión era el fundamento del Imperio Azteca. Cuenta con un panteón bastante amplio, encabezado por Uitzilopochtli, Dios del Sol y la Guerra; Tlaloc, Dios de la Lluvia; entre muchos otros. Según la mitología azteca, Quetzalcoatl, Dios del Viento, habría hecho renacer al pueblo en la última era, a partir de huesos y de su propia sangre. Por ello, los aztecas sentían la obligación de retribuirle con sangre, sobre todo para que el sol venciera a la oscuridad. Los sacrificios humanos pasaron a ser el ritual más importante. Los sacrificados provenían de distintas fuentes, había voluntarios y personas criadas para ello, para los cuales era un honor, pero también jugadores del Juego de Pelota, aunque la mayoría eran esclavos y prisioneros de las así llamadas “Guerras Floridas”, realizadas expresamente para este fin.
El ritual se realizaba sobre piedras de sacrificio, donde la víctima, finamente ataviada, era sostenida por cuatro sacerdotes, mientras un quinto le abría el pecho con un cuchillo de piedra, para sacarle el corazón, que era arrojado al fuego o devorado por el captor. También había decapitaciones y ahogos. Otros rituales tienen que ver con festividades que se celebraban para cada dios, en los que participaban grupos selectos de músicos y poetas-cantantes, danzantes y acróbatas.
La música se aprendía en escuelas especiales, utilizando variados instrumentos como bastones de hueso, sonajas, tambores, caracoles de mar, gongs de madera, etc. Los aztecas creían en la vida después de la muerte, así, una de las entidades anímicas viajaba al más allá, dirigida al Mundo de los Muertos, al Cielo del Sol, al lugar de Tláloc o al Árbol Nodriza, según la causa y condiciones de la muerte del individuo.